lunes, 30 de marzo de 2015

La circunstancial y relativa distancia.

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Se han preguntado. ¿Por qué mientras crecemos, las distancias, aquello que medimos con un sistema métrico o inglés dependiendo de su adscripción territorial, es diferente en cada uno de nosotros? ¿que cambia a cada instante? ¿cada segundo, hora, día, semana, mes o año? ¿No? Tal vez, necesite refrescarte la memoria. Como un ser infante, neófito, cobijado por el cariño maternal no pensabas que hubiese algo más allá de la calle dónde jugabas, las casas de tus vecinos, o el hotel donde pernoctabas dos o tres días, dónde eras feliz, y luego regresabas al origen sin explicación alguna. Creías, más bien, pensabas que ése era tu mundo, aquel microcosmos armónico del que pensaste, malamente, no escapar jamás.

Pero luego llegó la trampa, la paradoja de la juventud, la apertura del pensamiento (si es que lo tuviste), lugares, iconografía, geosímbolos comenzaron por aposentarse frente a ti como mapas mentales, con un configuración hogar céntrica, pero con un nivel de desagregación sobresaliente, empero, ¿hasta allí se acaba el mundo para el hombre? ¿acaso los límites de nuestra existencia se remiten a espacios ignotos y ecúmenes geográficos? Tampoco, necesariamente.

En esta breve, pero que espero, sea consustancial aportación, quisiera reflexionar de forma anecdótica sobre la importancia, pero sensu stricto, la relatividad que gira en torno a la distancia geográfica. Elemento ensordecedor para un mapa planimétrico que recala la geodesia del planeta, cuyos vértices, paralelos y meridianos, sufren distorsiones considerables, haciéndonos pensar en la grandeza visual de algunos espacios, y lo fútil que puede ser mirar con ojos escépticos la primacía de una mala representación.

A martes 30 de marzo del 2015.

La oprobiosa alarma suena sin piedad por la mañana. Los ojos se abren de par en par como puertas viejas rechinando por falta de aceite. La luz amarillenta, tenue, pero rígida, entra sobre las ranuras más recónditas de la habitación. El sol recuerda al ser su pequeñez, pero también su grandeza pues sabe que se alimenta del un ente mayor para ser quién es.

Ingesta sus alimentos, tal cuál neandertal hambriento después de invierno. Toma su pequeño objeto que le permite moverse de un lado a otro con la fuerza de su voluntad. Baja escalones deteriorados por el uso y tiempo. Hace un día estupendo. Pronto, la calma se perturba por el estridente sonido de los autos. Se lanza al asfalto. El paisaje es antrópico, pero el cielo continúa siendo azul.

Las calles y avenidas le recuerdan que la grandeza y la pequeñez son consecuencias de la necesidad. El calor se torna más insoportable. El asfalto, sofisticado, moderno, negro, le hace olvidar que algún día, otrora, había una especie sepultada llamada árboles. Especies en peligro de extinción, sombrías, taciturnas, débiles.

Torna su mirada para atisbar a su antiguo medio de movilidad. Un bodrio animado, lleno de personas, feo, pero funcional. Le había dejado hace 10 minutos. Estaba en otra parte. De hecho, casi llegaba a su destino. Dobló por un par de avenidas más, y arribó. Subió escaleras enclencas, y entró por un portón oculto.

Realizó sus actividades rutinarias y retornó su marcha. El sol no dejada dudas a su existencia. El aire incoloro, se mezclaba con pequeños fragmentos que entorpecían la vista. La velocidad aumentaba, así como los latidos del corazón. Instantáneamente, sonó un objeto pequeño que se encontraba oculto, en las bolsas de su turbio pantalón. Era sólo un recordatorio.

Volvíase la vista al reloj para percatarse de su retraso. Retraso momentáneo. Bastó sólo una pieza musical del Offenbach, para llegar al lugar citado. Victorioso, sudoroso, aturdido, y un poco mugroso, estaba ahí, postrado ante la perplejidad humana.

En su recorrido con los colegas, confirmaba como los lugares ajenos no estaban más allá de sus ojos. Siempre era posible caminar entre muchedumbres, olores fétidos, griteríos de tenderos, motores, amigos del bolsillos, y reptiles extintos nauseabundos. La posibilidad se había perplejizado ex ante de que pudiesen reconocerlo. El cosmos no era inmenso. La ciudad no era interminable, aquel monstruo macrocefálico se transmutaba en un pulpo apetitoso, un manjar irrevocable, un garbo para el sentido más gustoso de todos.

El mapa mental se desbordaba como río posterior al diluvio. El sol se ocultaba, tímido ante la victoria parcial del hombre geográfico. Era pues, la apoplejía de los sentidos, la algarabía de lo baladí, el bochorno oculto más anhelado. La mensurable desdicha yacía muerta ante la subjetividad inconmensurable de la percepción. El gozo no era finito, tampoco el mundo en sí. Todos lo sabían sin saberlo.

Y es que, una distancia no siempre evoca la tangibilidad, el tiempo-espacio, lo sincrónico. Muchas veces, es precisamente su carácter humano, lo que le da complejidad. La desesperación acelera los tiempos, pero achica los espacios. Las barreras de la saturación, entorpecen la visión y aclaman magnitudes inimaginadas. La misma puede saltar de la vista y convertirse en un elemento de unión, entre dos almas separadas, clamantes de amor. Se vuelve quimera, transmuta, deja su naturaleza nomotética para someterse a la duda. ¿Realmente nos movemos de un punto A a un punto B, sin pensar en un punto C? ¿sin pensar es la imposibilidad? ¿sin someternos a algún guajiro riesgo? ¿sin que nuestra influencia del exterior altere nuestra visión propia, subjetiva, y circunstancial?

Aquello que llamamos distancia, es pues, una viaducto del término espacio, pese a su posición polisémica, sabemos que por causas y efectos (aunque quizás, sean discursos superados), la naturaleza de la generalidad, permea en lo específico. Es indudable pues, que sin distancia exista el espacio. Pero es precisamente en lo primero dónde hallamos la puerta a la comprensión de lo segundo, dónde lo aprehendemos, dónde lo vivimos:

(Cecilia)

“Abrió la puerta para salir al viento y al aire y se encontró de pronto sola, sacudida, cual si se hallase a mucha distancia, a muchos años, y el salir de la casa equivaliese a un viaje lleno de dimensiones súbitas.”

El luto humano. José Revueltas. Pág. 41.