“Con todo ello, podemos definir ahora a la política urbana como un producto social de una cultura homocéntrica, elitista y reificadora, basada en el interés privado sobre el colectivo; en el desequilibrio sobre la armonía; en el desdén y en el máximo aprovechamiento de la naturaleza en desprecio del desarrollo del individuo como un ente socio-cultural” (García Rojas, 2002:295-296).
Para nadie es sorpresa, el modus vivendi de una ciudad –productora de sensaciones ambivalentes- como lo es hoy Guadalajara. El caos citadino y el desarrollo cuantioso horizontal de una metrópolis como ella sólo es posible en base a un pasado legitimador. En esa búsqueda, es dónde la autora plantea que más allá toda normativa, estudio o acción ejecutada por la administración, la realidad es que desde la existencia del México independiente con ideales liberales, el territorio tapatío se ha visto sometido a las fuerzas del mercado, aunque en mayor medida en los últimos 50 años.
Con un estudio que recorre el archivo elaborado otrora, plantea una escala temporal que va del año 1932 hasta 1999 (aunque en su primer capítulo describa sensu stricto los antecedentes coloniales y del México independiente), buscando cuál ha sido la injerencia y la aplicación ad hoc de políticas públicas que se encuentran vis a vis con una realidad contradictoria a ultranza. En esa empresa, se encuentra con una normativa y documentación oficial que en la mayor parte de los casos, sólo es discurso fútil, y poco refleja las acciones que se ejecutan por medio del deber hacer.
En sus orígenes, la ciudad de Guadalajara (nacida ciudad por decreto colonial) ejecutó una serie de políticas públicas orientadas al buen usufructo del fundo legal, donde en principio la corona tenía el control de las transacciones entre los diversos inmuebles existentes en épocas pretéritas, y cuyo plano geométrico (ortogonal) se traducía en un orden tanto de su crecimiento como desarrollo. Sin embargo, desde su génesis ha planteado la división espacial segregadora entre el oriente y poniente, o entre la opulencia y desdicha. Los barrios indígenas de Mexicaltzingo y Analco eran los encargados de dotar mano de obra barata a la incipiente clase burguesa de la ciudad. El centro (como en la mayor parte de metrópolis hoy día) habría de desalojar a la población para darle cabida al comercio y servicios, principalmente.
En aquel entonces –siendo Guadalajara una ciudad de paso estratégicamente importante en el occidente del país- el ordenamiento territorial respondía a las necesidades de dotación de servicios básicos como agua, luz, alcantarillado, o empedrado de calles. Sólo unos pocos podían gozar de tales empréstitos y lo que era peor, tardaría mucho tiempo para que se resolvieses menesteres elementales tales como el recurso hídrico. En los primeros procesos de expansión citadina, se tenían zonas de reserva urbana y además, se convivía armónicamente con las actividades económicas primarias en la misma, por lo que no era sorpresa tener en una cuadra una finca con frontispicio colonial, junto a una huerta de maíz en aquel tiempo.
Con el advenimiento del siglo XX, la ciudad que crecía a ritmos sensatos, aun no podía dotal de servicios y equipamientos básicos a su población que ya rebasaba los 100 mil habitantes. Los primeras industrias (telares, jaboneras, maiceras y otros más) arribaban a la ciudad y la misma debía pronto que buscar la manera de normar su establecimiento, con el fin de garantizar una buena vida en la ciudad. Sin embargo, el discurso narrativo y demagógico se basaba aún en la abundancia del espacio, pensando que el territorio fuese tan vasto, que la regulación del crecimiento se atisbara como una cuestión de segundo término. Y es que se hablaba de una ciudad con fines estéticos y comerciales, pero no para fomentar la integración social y mucho menos para disminuir la desigualdad y segregación.
La política de ordenación de la industria beneficiaría en un principio al municipio central. Sin embargo, al pasar el tiempo y contemplando el fenómeno de concentración demográfica que se daba en las principales ciudades del país, se optó por descentralizarla y dotar de facilidades a los municipios en dónde potencialmente, podría instalarse. Así, se dotó de parques industriales a municipios cercanos o periféricos como Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá o El Salto. Se pensaba que con ello, el crecimiento permearía a más regiones al interior de la república, sin embargo, con el paso del tiempo y con una transición entre el modelo desarrollista de sustitución de importaciones por otro de tipo neoliberal, aunado a un estado paternalista, corporativo y clientelar, terminaría por beneficiar únicamente a los sectores privilegiados.
Para el jornalero o peón las únicas posibilidades de sobrevivir en una ciudad como Guadalajara era rentar o construir en los ejidos (que en aquel entonces ya estaban incorporándose como reservas urbanas) su vivienda de autoconstrucción. Sólo una clase privilegiada (aquella que adquiría 15 o más salarios mínimos) podría pensar en la compra venta de inmuebles habitacionales. Las clases opulentas abandonaron el centro de la ciudad para instalarse en el poniente de la misma en colonias como la Americana, Moderna, West End o Seattle, asegurándoles no sólo vías de comunicación sino dotación de todo servicio básico y una vida en suburbios que, ciertamente, no estaban escindidos de la ciudad.
A lo largo de periodo denominado “milagro mexicano” el estado buscó crear las condiciones de una política de desarrollo urbano racional. Así, desde la década de los treinta hasta los setenta, se intentaba crear las condiciones coyunturales que trajesen consigo no sólo la configuración de una mejor ciudad, sino de intentar permear de los beneficios económicos a un mayor porcentaje de la población. Sin embargo, se siguió un esquema clientelar, en dónde los diversos consejos eran representados por líderes de los principales sectores gremiales tapatíos. En vez de buscar normar la investigación, los grupos de expertos emitían recomendaciones a un sector que no estaba obligado a escucharlos. La normatividad permitía tal atrocidad baladí.
Años más tarde, se buscó homogeneizar las políticas de desarrollo urbano con la publicación de la primera Ley General de Asentamientos Humanos. Lo cuál, exacerbó la renuencia de agentes económicos y políticos ante una posible pérdida de beneficios y de la propia identidad local. Del elemento cultura, poco y difusamente se habla. La modernización de la ciudad y la ampliación de avenidas como 16 de Septiembre, Juárez, La Paz y otras más de la zona céntrica, han sido ejemplos para referir el descuido y menosprecio de los agentes económicos y de gobierno respecto al patrimonio histórico, arquitectónico, y cultural. Por ejemplo, así se refería el arquitecto Ignacio Díaz Morales respecto a la alteración que sufrió su proyecto de la Plaza Tapatía:
“Yo proyecté una Plaza Tapatía sin edificios, pero la codicia los hizo (a las autoridades ejecutoras) crear allí un centro comercial, inconcluso, lleno de porquerías, ni quien lo quiera, a la gente no le gusta estar allí, es una de las grandes pérdidas; ojalá que un día se tiren esos adefesios y se pueda ver el hospicio Cabañas, el mejor edificio de Guadalajara (El occidental, 19 de agosto de 1990).
Pese a todo ello, los esquemas de las políticas públicas continuaron su anarquía y acidia en la ciudad. Para el año de 1966 la ciudad había rebasado el millón de habitantes y las estimaciones que se realizaban por sus grandes ritmos de crecimiento calculaban que para el año 2000 habría más de 5 millones de personas en Guadalajara (al día de hoy, año 2015, casi se alcanza dicha cifra), por lo que era necesario aplicar medidas maltusianas con el fin de regular el crecimiento natural de la población. Empero, los ritmos migratorios de estados vecinos y no tanto (gran parte de la migración provenía del Distrito Federal) maniataron tales esperanzas. La ciudad siguió su expansión horizontal a la “chaparrita” y poco a poco fue abarcando ejidos de municipios que hasta hace algunos años era más bien distantes. Así se creó la Zona Conurbada de Guadalajara, y más tarde en la década de los 70’s la Zona Metropolitana de Guadalajara. Resta decir que los dos principales problemas de a urbe, el tema del agua y el transporte público, pese a ciertos intentos esporádicos y efímeros, al día de hoy no se han resuelto a cabalidad.
La entrada de un gobierno de “oposición” (si es que a tal tumulto de personajes oprobiosos se les puede adjudicar tal adjetivo) fue consecuencia del descuido y corrupción política del partido que ostentó más de medio siglo el poder. La explosiones del 22 de abril de 1992 significaron las renuncia de –en aquellos años- gobernador del estado Cosío Vidaurri, lo que se tradujo no sólo en el agravamiento de la desconfianza ciudadana respecto de la representación política, sino que significó una continuidad de las mismas políticas urbana exclusoras de la ciudad. El discursó cambió, pero la esencia era tautológica. En los informes, planes y en la normatividad, el partido conservador pragmatista se avocó a la sustitución de términos, así introdujo el concepto sustentabilidad eliminando la palabra sostenido. Pero la definición de conceptos permaneció sin alterar.
Toda la revisión acaecida por la autora, puede hacer pensar (y creer en base a datos duros) que la ciudad de Guadalajara ha sido una metrópolis contra natura. Ha lapidado en féretros a su paso, a grandes campos de cultivo fértiles que otrora eran grandes productores y dinamizadores económicos. La ciudad como una analogía a la revolución y la reforma agraria supondría lo que ella denomina una “contra reforma agraria” es decir, un ente macrocefálico ominoso que concentra para después desposeer y destruir todo lo que encuentre –aunque sea una insignificante ardillita1- a su paso.
1. Me pillaste, Españistán de Aleix Saló. https://www.youtube.com/watch?v=WcbKHPBL5G8
Cite en y la Cheyenne APA:
García Roja, Irma Beatriz (2002). Olvidos, acatos y desacatos. Políticas públicas para Guadalajara. Guadalajara: Pandora, Universidad de Guadalajara.
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